portezuela, bajó el estribo, y añadió: --subid.
El rey obedeció y se sentó en la carroza, cuya puerta, almohadillada
y con cerradura, se cerró inmediata-
mente que hubieron entrado aquél y su conductor. El otro cortó
a los caballos trabas y cabestros, los engan-
chó y se encaramó en el pescante, en el que no había persona
alguna. Al punto la carroza partió al trote ca-
mino de París, y al llegar al bosque de Senart relevó el tiro
con otros dos caballos que esperaban atados al
un árbol. La carroza entró en París a eso de las tres de
la madrugada, echó por el barrio San Antonio, y des-
pués de haber invocado el nombre del rey para que el centinela no se
opusiera a su paso, entró en el recinto
circular de la Bastilla, que conducía al patio del gobierno, donde al
pie de la escalinata se detuvieron los
humeantes caballos.
--Que despierten al señor gobernador, -- dijo con voz de trueno el cochero
al sargento de guardia, que
acudió presuroso. Diez minutos después, Baisemeaux salió
en bata a la puerta, y preguntó:
--¿Qué pasa?
El de la lamparilla abrió la portezuela de la carroza y dijo algunas
palabras al cochero, que se bajó inme-
diatamente del pescante, tomó un mosquete que a sus pies tenía,
y apuntó con él el pecho del preso.
--Si chista, fuego, --añadió el que acababa de salir de la carroza.
--Está bien, --replico el otro.
Hecha aquella recomendación, el conductor echó escaleras arriba.
--¡Señor de Herblay! --exclamó Baisemeaux al ver al conductor.
--¡Silencio! --dijo Aramis. --entremos en vuestra habitación.
--Pero ¿qué os trae a estas horas?
--Un error, señor de Baisemeaux. --respondió con tranquilidad
el obispo. --El otro día teníais razón.
--¿Sobre? --preguntó el gobernador.
--Sobre aquella orden de libertad, ¿recordáis?
--Explicaos, señor, digo, monseñor, --repuso Baisemeaux, tan sofocado
por la sorpresa como por el te-
rror.
--Es muy sencillo: ¿no es verdad?
--Es verdad. Con todo acordaos de mis dudas sobre el particular; yo no quería,
pero vos me obligasteis.
--¿Qué estáis diciendo, señor de Baisemeaux? Lo
que yo hice fue induciros.
--Esto es. me indujisteis a que os lo entregara, y os le levasteis en vuestra
carroza.
--Pues ved lo que son las cosas, padecieron una equivocación al expedir
la orden. Así lo han reconocido
en el ministerio, y de tal manera, que os traigo una orden del rey para que
pongáis en libertad a Seldón; el
pobre escocés aquel, ¿sabéis?
--¿Seldón? ¿estáis ahora bien seguro?
--Convenceos por vuestros propios ojos. --repuso Herblay entregando la orden
al Baisemeaux.
--¡Pero si esta orden es la misma que ya tuve en mis manos el otro día!
--dijo el gobernador.
--¿De veras?
--Es la mismísima que la noche de marras os dije haber visto. ¡Voto
a sanes! la conozco en el borrón.
--Yo no me meto en si es o no es esta misma, pero os la traigo.
--¿Y la otra, pues?
--¿Cuál?
--La referente a Marchiali.
--Os lo conduzco de nuevo.
--Esto no me basta. Para hacerme otra vez cargo de él necesito una orden
nueva.
--¿Y qué barbaridades estáis vomitando, mi buen amigo?
--repuso Herblay; --no parece sino que os
habéis vuelto niño. ¿Dónde está la orden
que recibisteis referente a Marchiali?
Baisemeaux se acercó a un cofre, sacó de ella la orden y la entregó
a Aramis, que con la mayor frescura
la rasgó en cuatro pedazos que redujo a cenizas en la llama de la lámpara.
--¿Qué hacéis? --exclamó el gobernador en el colmo
del espanto.
--Pero hombre, haceos cargo de la situación. --dijo Aramis con su imperturbable
serenidad, --y veréis
cuán sencilla es. Bueno, no tenéis ya en vuestro poder orden alguna
que justifique la salida de Marchiali,
¿no es eso?
--No la tengo, y esto va a ser causa de mi perdición.
--Desde el momento que os lo traigo, es como si no hubiese salido.
--¡Ah!.
--¿Qué duda cabe? Vais a encerrarlo nuevamente y sin demora.
--¡No, que no!
--Y en cambio y en virtud de la nueva orden, me entregaréis a Seldón.
Así estará en regla vuestra conta-
bilidad. ¿Comprendéis ahora?
--Yo...
--Veo que sí; muy bien, --dijo Aramis.
--Pero en resumidas cuentas, ¿por qué después de haberme
llevado a Marchiali me lo devolvéis? --
exclamó Baisemeaux juntando las manos en un paroxismo de dolor y de aturdimiento.
--Para un amigo y servidor cual vos, no tengo secretos, -- contestó Herblay.
Y acercando la boca al oído
del gobernador, añadió: --Ya recordáis el parecido que